lunes, 29 de enero de 2007

mientras los brazos le chorreaban

Abrazó sus rodillas (tan fuerte como pudo) y los brazos le chorreaban.
La puerta ya estaba cerrada y las perchas, sobre su cabeza: solo cabía ella y la oscuridad. La oscuridad que cercaba sus ojos (casi-casi humedecidos) y le pacificaba sus pensamientos (atormentados).
¿Qué importaba lo que pasaba afuera?
¿Qué importaba conocer su anatomía (a la perfección)?
Si aún sabiendo que la sangre está compuesta de oxígeno y se transporta por las venas y que el cerebro necesita oxígeno y el corazón bombea. Si aún sintiendo ese recorrido- recorrido que le ardía cada extremidad de su cuerpo- todas las horas, todos los días. Si aún sabiendo, no podía liberarse, apelando, claro, a su desentendimiento fingido.
Sus brazos le chorreaban y se desparramó la cara, como queriendo desdibujarse.
Y no había música, pero sus gritos (silenciosos) musicalizaban el aire de ese encierro.
Y nunca soltó sus rodillas.
El solo pensar que, al salir, debería sonreír y vendar sus brazos. De solo pensarlo, se estremecía. Pero no podía vivir allí dentro: quería-no podía. Allí no había agua y los monstruos no desaparecían (nunca).
Se miró como pudo y se alivió de no tener reflejo. Entonces, pensó cuando se acabaría el aire de ese pequeño lugar ¿se acabaría? ¿En cuánto tiempo? ¿Segundos? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años, quizás? Y eso que importaba, si no había agua. Y se apiadó de sus pensamientos estúpidos.
Entonces, habría que salir, claro.
Suspiró dos veces y ensayó la salida, la ensayó (cuidadosamente) en su cabeza- los tormentos nunca le impidieron pensar-.

Habría que despedirse de la oscuridad, burlarse de los monstruos, mirar las perchas (colgadas).
Empujoncito a la puerta y saludar a la claridad.
Incorporarse en sus pies adormecidos y temblorosos,
respirar (profundamente) el aire nuevo y olvidar su estado- olvidar, era la palabra perfecta-.
Programó cada acción, y les puso número para no olvidarlas.
Subir diecisiete escalones, cubrir sus brazos y evitar preguntas (no-preguntas).
Pero no habría que mirarse al espejo: hoy no permitiría ecos. Claro que no podría taparlos, solo prescindiría de ellos, por hoy. (Hoy).
Ya estaba afuera, entonces, dio las órdenes a su cerebro: Decile a mi boca que solo sonría. Sólo eso. Que no hable. Que si no quiere sonreír y vos no podes obligarla, esta bien, pero que no hable.
Y que mis heridas cicatricen rápido,
por favor.
Vamos, le dijo.
Y un monstruo la siguió despacio.

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