martes, 19 de diciembre de 2006

(mientras la luna se reía de nosotros)


- Volvamos a casa. Si yo te amo.
Me prendí otro cigarrillo y lo miré con la bronca que sentía por la pesadez de mis brazos.
Lo miré como quien mira sin mirar: sólo tenía un punto de fuga delante de mis ojos (casi empañados) y no podía encontrar mi mirada. Sabía que alguien se arrodillaba a mi lado, que aún en esa (poca luminosa) esquina, pretendía incorporarse a mi soledad y recordé cuántas veces me rodeé de gente caminando entre ellos con el peso sobre mis hombros.
- Vayamos a otro lugar, la calle está fría. Y rechacé su mano, pero sostuve las mías, lo más fuerte que pude. Entonces, suspiré dos veces y me apiadé de su presencia.
- Yo estoy bien, le dije, mientras sentía el ardor de cada palabra en mi garganta y los párpados me pesaban.
Creí que un abrazo empujaría el río de lágrimas que me oprimía el pecho y no permitiría que eso pasara, porque aún después de tanto tiempo, no sabía cómo recoger mis lágrimas; ni tampoco entender el encierro que me provocaban sus actos: la sofocación permanente de una soga alrededor de mi cuello, que día a día tironeaba un poco más.
Cierta vez admiré sus ojos e imploré su voz y ahora, solo quería permanecer en el exquisito mundo de mi mente.
Y ya no importaba desear (con todas mis fuerzas) ser caracol. Ese deseo era estúpido, lo sabía, pero a veces, lo que te rompe las entrañas, no tiene razón.
Cómo podría saber qué conjeturas atravesaban sus pensamientos: seguía reclinado sobre sus piernas, mirándome, al lado de un cuerpo destartalado y casi muerto; ni siquiera el humo de mis (no sé cuantos) cigarrillos eran capaces de cortar el aire y la luna se reía de nosotros (pero no se lo dije):
Cómo podría decirle el dolor que me causaron sus filosas lágrimas. Cómo suplicarle perdón porque mi enfermedad lo contagiaba o, lo que es aún peor, cómo, de qué manera, le diría que mi escasa anatomía no traía corazón, que habiéndome fabricado uno de plastilina, no le servía de nada.
Necesitando necesitar besé su frente y le dije que ya todo pasaría. Se lo dije como quién calma a un niño después de una (fea) pesadilla. Se lo dije, sin haberme convencido previamente de mis palabras.
Pensé en ella, y en mi deseo de que los recuerdos sean desechos, definitivamente; claro que él sería recuerdo en pocos días (me mentí). Quería que lo sea: tenía que serlo. No podía permitirme seguir transformándolo y que fuese ese monstruo (del que me sentí orgullosa alguna vez) que desate su imperiosa ira directo a mi espalda o tironeando mis brazos, y que en medio de esa vorágine, implore mi perdón: de rodillas y llorando como un niño.
No podía ser yo la que transforme sus ojos ni su sonrisa. No podía ser yo la que lo hunda en esa oscuridad.
Leí mi pensamiento, lo sabía, lo había hecho hartas veces y aún así, seguía a mi lado, como la voz que no se movía de mi teléfono.
Intentó besarme y me hice a un lado: había corrido mucho, me sentía cansada y abracé mis rodillas como queriéndome aferrar a algo.
- Miráme, yo no quise…, me dijo, y su voz temblaba.
- Ya está, respondí pacíficamente.
- Es que vos haces que me ponga así, perdoname. ¡Te estoy pidiendo perdón!
- No importa. Ya no importa nada, le dije, mientras mi boca se desdibujaba.
Creo que nunca escuché la palabra “perdón”, sonaba extraña en él: sonaba ajena en una instalada y estúpida guerra de egos. Y quise deshacerme de mi orgullo, para siempre, aplastarlo y escupirlo hasta que ya no pueda más. Y quise correr, como siempre lo había hecho, pero, también, como siempre, y por alguna extraña razón, mi cuerpo no coincidía: se quedaba allí, inmóvil.
- Yo te amo (me interrumpió)
- Pero nosotros… nosotros no tenemos casa y yo, yo ya no quiero jugar más.
Una (o más) palabra quedó en su boca, lo vi en su rostro mientras me alejaba. Entonces, abracé al viento (que me recibía) y después, una lágrima (que me sequé forzosamente).
La luna continuó riéndose (quien sabe cuánto duró su risa) pero yo,
no se lo dije.
Nunca.

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